A finales del siglo XIX, el día a día de esta casa poco tenía que ver con la vida de hoy. Pero visitando sus estancias de la mano de su actual propietaria no podemos evitar echar alas a la imaginación. “Es una gran casa de indianos asturianos, construida hace más de 150 años. Tuvo varias décadas de esplendor, hasta que fue abandonada, y así permaneció por un largo periodo de tiempo. Cayó en el olvido y en la ruina. Hace unos años, mi esposo y yo buscábamos una casa grande para reunir a nuestra familia, con cuatro hijos mayores, durante el verano. Queríamos además que fuese una construcción antigua, con solera, con historia. Cuando visitamos esta, quedamos prendados inmediatamente. Está en la cima de un pequeño montículo, rodeado de preciosas montañas y prados de verde intenso. La vivienda estaba en un estado lamentable, es cierto, pero enseguida vimos que, si podíamos restaurarla, este era exactamente el sitio soñado”.
El edificio forma parte del patrimonio histórico, así que se mantuvo al máximo su aspecto exterior
Y se pusieron manos a la obra, con la colaboración de la interiorista Isabel López-Quesada y la arquitecta Marta Marín. “El edificio forma parte del patrimonio histórico, así que mantuvimos al máximo su aspecto exterior –explica Marta–. Sin embargo, el interior se tuvo que hacer todo prácticamente nuevo. Eso sí, con materiales recuperados o reproducciones que respetaran el espíritu de la época. Había, además, un cambio de usos fundamental. En la casa original, en la planta baja se encontraban las caballerizas y los almacenes, y en el primer piso era donde estaba la vivienda de los dueños. Nosotros queríamos que la planta baja se convirtiera en la principal y que los dormitorios estuvieran en la primera. Para ello abrimos huecos, ventanas y puertas, de forma que la luz y las vistas entraran en el salón, en el comedor, en la cocina... en la zona de día, que es donde la familia pasa más horas”.
Desde el jardín, con sus imponentes tilos y magnolios, entramos en un vestíbulo, dividido en dos por un tabique acristalado, un cortavientos. “La zona exterior es el primer recibidor, el zaguán, donde nos cambiamos el calzado los días de lluvia, que aquí son frecuentes –explica la propietaria–. Tras los paneles de cristal ubicamos una zona de bienvenida, el hall, con un sofá y una chimenea”. Atravesamos después una galería que hace las funciones de “estar de tarde”, en la que destaca el pavimento de piedra gris con tacos de mármol blanco. Y llegamos a la estancia principal de la casa, el salón, dividido en dos ambientes. Uno, indicado para los meses fríos, ante la chimenea francesa de piedra pintada, del siglo XVIII. El otro, presidido por una preciosa alacena de madera blanca, procedente de una antigua botica. “El salón da a tres fachadas –dice la propietaria–. La secuencia de ventanas es como una pequeña colección de postales”. El comedor obtiene relieve decorativo gracias a un papel pintado a mano, con imágenes de árboles y pájaros que traen el jardín al interior. Y la cocina recrea el ambiente de las antiguas cocinas campestres, pero con la tecnología y las comodidades actuales. Los adoquines de piedra del suelo, los muebles de madera lacada con molduras, la pila de mármol negro y los utensilios colgados conviven con los electrodomésticos más modernos y una práctica isla de trabajo con una potente campana con visera de cristal. “La diseñamos así para hacerla más ligera y que dejara pasar la luz”, comenta la arquitecta.
Una elegante escalera de madera diseñada por Isabel López-Quesada conduce a la planta de los dormitorios. El de la propietaria es una suite con estructura de “boudoir”: un primer espacio con funciones de vestidor, estar y distribuidor, con el baño a un lado y la alcoba en el otro. “Es como un pequeño apartamento”, dice la propietaria. Una vez completada la estructura de la casa, llegó el turno de los detalles. “Mi amiga María Plaza, de la tienda El Chinero, me ayudó con sus consejos a completar la decoración”. Y regalarle a esta casa una merecida nueva vida.