Un alegre rebaño compuesto por un centenar de ovejas pastorea cada día por las vastas tierras de esta finca mallorquina. El rítmico sonido de sus cencerros desafía el silencio reinante en este privilegiado enclave al norte de la isla, custodiado por discretas montañas y a solo unos minutos de una de las calas de aguas limpísimas que aún se conservan en la zona.
Varias generaciones de una misma familia han disfrutado de esta finca de fértil pasado agropecuario, ligado a la cría de ganado ovino y algún cerdo para el autoconsumo. Históricamente, solo los trabajadores de la finca vivían en ella de una forma continuada. Los propietarios solían acudir una vez al año, normalmente coincidiendo con la matanza del cerdo, para cobrar el arrendamiento de las tierras. Así que había dos casas: una más grande para los payeses y otra más pequeña para los dueños, por si el mal tiempo o cualquier otra circunstancia les obligaba a hacer noche en la finca. Las dos construcciones se reformaron hace un cuarto de siglo, siguiendo un mismo criterio: conseguir que la vivienda resultante fuera lo más confortable, espaciosa y respetuosa con la arquitectura original. Su exterior sigue estas claves: austeridad y confort; verde, piedra, teja y madera en los materiales; silencio en el ambiente y flores en el camino que llega al porche. Este sirve de terraza de verano y marca la transición entre las dos casas de la finca.