Lo de Ana Gispert con esta casa de Sant Cugat del Vallès, cerca de Barcelona, es una larga historia de amor con final feliz. Todo empezó hace quince años:“Vivíamos a dos manzanas y a menudo pasábamos por delante. Me enamoré de la casa, por su fachada primero, por lo que me sugería después. Tenía el encanto de una casa centenaria, con preciosos detalles modernistas. Pronto me obsesioné y con mi marido decidimos ir a ver a los propietarios. Era un matrimonio mayor que, como yo, amaba la casa, así que no nos dieron ninguna esperanza de comprarla”.
Pero Ana, tenaz, no se conformó: “No podía olvidarla, seguí yendo a verla a diario, en mi interior sabía que algún día sería nuestra. A menudo me cruzaba con la propietaria, charlábamos y establecimos lazos de afecto. Hasta que un buen día, para mi alegría y mi tristeza, la señora me dijo que las cosas habían cambiado; los años pasaban, la casa ya les quedaba grande y había llegado el momento de venderla. Tuve una mezcla de emociones. En un primer momento sentí mucha pena, pues me gustaba ver a esa pareja amiga tan unida y feliz en aquella casa. Pero después de asumir la mala noticia, ¡me parecía imposible!, la casa podía ser nuestra. Habían pasado diez años, pero finalmente la compramos, recuerdo la fecha exacta: 27 de abril de 2007. El día que firmamos, la propietaria nos dijo que le alegraba mucho que la casa fuera para nosotros y me felicitó por mi perseverancia. ‘Claro que he persistido, ¡estoy enamorada!’, le contesté”.
Ana relata esta historia con brillo en los ojos, el amor por la casa continúa hasta hoy. “Tardamos un tiempo largo en empezar las obras. Teníamos que asimilar que la casa ya era nuestra... Nos costó encontrar arquitecto, tenía que ser alguien especial, como la casa, alguien que supiera captar su alma que respetara nuestros tiempos. Finalmente, por mediación de la interiorista Adriana Barnils, dimos con Manuel Fuster Freixa. Recuerdo su primera visita, se dedicó a mirar, ¡y a escuchar! Persona de pocas palabras, supo comprender lo que queríamos”. Un año después, la reforma se puso en marcha.
“Lo primero que vio Manuel es que teníamos que abrir la casa a las vistas de jardín. En la planta baja cambiamos la distribución con tres objetivos: sensación de espacio, luz y circulación fluida entre el salón, el comedor y la cocina”.
La propietaria se ha ocupado de la decoración, ya que se dedica a ello profesionalmente: “He buscado crear un ambiente relajado, limpio, luminoso y acogedor. Abunda el blanco, con telas azules, a juego con la carpintería exterior. Me gustan también los estampados de flores, dan sensación de calidez”.
Una escalera de piedra conduce a los dormitorios: “Manuel nos aconsejó no modificarla, simplemente pulirla y pintar la barandilla de blanco. Todo un acierto que, además, nos ahorró mucho dinero”.
Los dormitorios infantiles se encuentran en el antiguo desván, bajo la cubierta inclinada, “mis hijos no pueden estar más contentos con sus habitaciones”, y el dormitorio principal cuenta con una magnífica terraza sobre el jardín.
Antes de despedirnos, Ana Gispert quiere subrayar de nuevo el talento del arquitecto y, en especial, del carpintero Francisco Montiel: “Su trabajo de recuperación de las ventanas y los postigos fue magistral. Estaban pintados de marrón; cuando rascamos apareció el antiguo azul, que reproducirmos con fidelidad. También fue magnífica su labor con las puertas interiores, muchas de ellas acristaladas”. Y concluye: “Ha sido una obra difícil, porque soy perfeccionista y surgían dudas que teníamos que ir resolviendo con un presupuesto limitado. Pero yo, la verdad, lo he disfrutado mucho, porque los que hemos participado nos hemos dejado el alma y el resultado final es sencillamente espléndido”.