La casa no tiene vistas al mar pero se escucha con claridad el rumor de los Bufones de Pría. Este fenómeno de la costa asturiana se produce a través de las grietas de los acantilados, conectadas con simas marinas por las que las olas empujan el agua formando unos surtidores que asemejan un géiser y emiten este silbido tan característico. “Asturias lo tiene todo –explica el propietario de la casa, Pablo Aranguren–. A los 18 años pasé un verano con unos amigos en el Concejo de Llanes y el paisaje de esta zona me sedujo de tal manera que supe que, más tarde o más temprano, tendría una casa aquí”.
La oportunidad llegó hace unos diez años, tras una larga búsqueda. “Encontramos las ruinas de una construcción del siglo XVII. Solo quedaban tres muros en pie, en medio de un paraje único –recuerda Pablo–, con 12.000 metros de prado alrededor donde conviven milanos, corzos salvajes y jabalíes. A diez minutos de este paraíso verde, otro paraje único: algunas de las playas más increíbles de Asturias, como Vega, en Ribadesella”.
Pablo lleva la decoración en su ADN y su objetivo fue “reconstruir una casa de campo tradicional asturiana y convertirla en una vivienda con todas las comodidades del interiorismo del siglo XXI”, sin perder la esencia de lo que fue en origen. Por eso, por ejemplo, proyectó una cocina abierta al comedor, “como en las antiguas casas de pueblo –apunta Pablo– que se ha convertido en uno de los rincones preferidos de mis hijos”, con una gran mesa y un banco corrido que le da un toque desenfadado y juvenil.
Inundada de luz
Como director de expansión y responsable de marketing e imagen corporativa de Becara, Pablo sabía muy bien lo que la rehabilitación necesitaba y para lograrlo trabajó con el arquitecto Jaime Galmes: “Un tejado a dos aguas, una inmensa cristalera en la fachada sur y ventanas más pequeñas en la cara norte. Hice un primer boceto –nos dice– y di a la vivienda una forma parecida al clásico ideal que suelen dibujar los niños pequeños”. Se respetaron los 80 cm de grosor de los muros, se abrieron grandes espacios para albergar las habitaciones y se dio al techo una altura considerable: “Los techos están a 3,20 metros de altura y dejamos las vigas a la vista, aunque las pintamos de blanco para dar mayor amplitud y luminosidad. Diseñamos ventanas de una sola hoja para potenciar las maravillosas vistas del paisaje en todas las habitaciones y, en la planta superior abuhardillada, instalamos tragaluces en el tejado para ganar luz y comunicar las habitaciones con la cubierta”.
La búsqueda de lo natural
En la acogedora buhardilla se creó una segunda zona de estar, desenfadada y juvenil, donde los chicos –Amaya, Lucas, India y Jaime– pueden refugiarse a leer, tocar la guitarra o planificar una excursión por el campo o por la playa. Los pavimentos de toda la casa son de madera de castaño, excepto el de la zona de entrada, que se pavimentó con piedra de una cantera cercana, precisamente, para resistir las pisadas de las botas llenas de agua y las rayadas de la arena de la playa. “La clave de la casa es haberla hecho con calma, poco a poco y con mucho mimo –cuenta Pablo, convencido–, buscando lo más genuino, lo más natural. Es la mejor manera de que todo encaje con el entorno. Las puertas, por ejemplo, son piezas antiguas y las teníamos antes de comenzar con la rehabilitación, así que los huecos se han ido adaptando a su tamaño”. También la piedra natural se encarga de que estas paredes parezcan haber estado aquí desde siempre. Habitada casi todo el año, en vacaciones y durante los fines de semana, la casa también tiene sus guiños veraniegos, como la colección de piedras de playa expuesta bajo la escalera, las tablas de surf de los chicos o sus chubasqueros marineros colgados del perchero, que nos recuerdan la cercanía del mar y de esos acantilados que rugen sin cesar.