Los más grandes atunes, de hasta cuatro metros de dorso azul y vientre plateado, cruzan cada año el estrecho de Gibraltar para llegar a este edén gaditano. Ellos han dado nombre a este pueblo, azotado por los levantes impetuosos del gran Atlántico –sobre todo en verano–, y amansado por los cálidos ponientes que, desde el Sahara, traen hasta estas costas sus aires más tropicales y, a menudo, algún soberbio temporal.
De todas las almadrabas que fenicios, romanos y árabes iniciaron en el sur de la Península, la de Zahara fue de las más famosas, frecuentada incluso por reyes y grandes de España. Aún hoy, el laberinto de redes tendido para la captura de los atunes, entre octubre y mayo, sigue siendo un gran acontecimiento en estas playas. Ante la belleza natural de Zahara hay que inclinarse con humildad, como hicieron los propietarios de esta casa, dispuestos a recorrer la distancia que separa Madrid de Cádiz en cuanto tienen la ocasión. Si los dueños no encuentran el momento, sus puertas quedan abiertas para familiares y amigos, como bien sabe su decoradora, Soledad Fernández Glez-Barros, amiga, además, de los propietarios. “Es como estar en el cielo. Yo he venido alguna vez cargada de libros, pero es ponerme a leer en el porche y no poder pasar de la segunda página, porque no puedo apartar los ojos del mar, de todo cuanto me rodea”. Soledad Fernández es miembro del equipo de G.B.Z. Arquitectura, igual que el arquitecto Juan Antonio Zarza, autor del proyecto de la casa.
El objetivo primordial –que los espacios exteriores e interiores no sólo se comunicaran sino que se fundieran– exigió la máxima compenetración entre ambos. “Tenía que ser una casa para compartir –explica Soledad–, cómoda para vivir y fácil de mantener, sencilla y con el mobiliario mínimo”. Al vestíbulo sólo se llega si se supera la tentación de quedarse a vivir en el patio de entrada, con su fuente perfumada de azahar por dos naranjos. “Además se rinde homenaje al legado musulmán mediante las dos torres de inspiración nazarí que unen la nave central”. En ésta se sitúan los dormitorios de la casa.
La casa dibuja un armónico y equilibrado ciclo cerrado de espacios y formas. El porche se prolonga en una terraza, que a la vez parece extenderse hasta el horizonte en el mar. La galería porticada permite la libre circulación desde la entrada hasta el salón, la cocina y los dormitorios. El hierro envejecido y la madera reciclada sirven para dar forma al mobiliario, diseñado por el arquitecto. No hay nada ostentoso y, sin embargo, quien pone sus pies en esta casa se siente un privilegiado. “Es por la calma que se respira en ella –dice Soledad–, por la libertad que se tiene para entrar y salir, para sentarse a desayunar o comer donde cada uno prefiera”. Una libertad de movimientos de la que también gozan los niños, que solo tienen que bajar el terraplén del jardín, al que se asoma su dormitorio, y prácticamente se encuentran en la playa. “Todos los espacios, hasta los baños, tienen puerta de salida al exterior, para darles independencia”. Con una playa entera como zona de juegos, la habitación infantil se resume en una larga litera para cuatro, dividida en dos por una original escalera. El añil de este dormitorio, así como el terracota de la habitación principal, o el tono de barro natural de los suelos, constituye todo el color de la casa. El blanco domina paredes y telas. Gracias a un estratégico trazado de raíles, las cortinas de algodón se deslizan allá donde se precise algo de intimidad, haciendo innecesaria la presencia de tabiques o puertas, salvo solemnes excepciones, como el portón antiguo que cierra los dominios del dormitorio principal. Sólo en la pureza de este espacio, elementos tan cotidianos como la bañera pueden alcanzar la dignidad de un altar. En ellos el espíritu rejuvenece, entre vuelos de algodón.